Ya era hora del almuerzo. No había mucho en la alacena, debía ingeniármelas para no hostigar a mis pequeños. Aunque nunca se han quejado, nunca les he dado la oportunidad. O desde un punto más positivo, son educados y agradecen lo que tienen.
Salchichas con puré. Creo que es la cuarta vez en la semana que lo comemos. Rápido, fácil y accesible, en estos críticos momentos. Con un poco de “salsa roja”, como dicen, le dará un toque de color al plato.
Ya todos sentados a la mesa, me di cuenta de que faltaba mi madre. Sé que está anciana, pero nunca le gustaba que le gritara dos veces las cosas. La fui a buscar a su habitación.
-Mamá, la comi…-
Y lo recordé.
Estaba muerta.
Falleció hace cinco días. No recogimos su cuerpo de la morgue. No fuimos a su funeral. No la vestimos con su traje más lindo. No le pude poner sus flores favoritas. No le dije adiós.
Una sonrisa amarga se cruzó por mi cara.
¿Qué culpa tenía ella? Jamás salió de casa. Vivía para su familia. Ninguna enfermedad crónica. Hacia las mermeladas más exquisitas de la ciudad. Cuidaba todo el día a mis pequeños mientras yo estaba en el trabajo. Su única culpa fue abrir la puerta.
El cartero. Una carta de suspensión de mi trabajo. Un maldito estornudo.
Estuvo 15 días en el hospital. No la podía ir a ver. Solo sabía algo cuando me llamaban del hospital, para decirme que estaba conectada a un ventilador, que sus pulmones estaban siendo devorados, que debía asistir lo más pronto posible a un examen de PCR junto con mis hijos y permanecer en cuarentena por ser casos sospechosos. La última llamada fue para avisarme que podía ir a ver como la sacaban en el cajón desde la morgue hasta la carroza.
Así de frio. Así de crudo.
Tenía 70 años.
Cuando encendía la televisión, no dejaba que los niños escucharan malas noticias. Solo le subía el volumen cuando mostraban a los delfines en Venecia, lobos marinos en las calles, pumas en Santiago.
Siempre le repetía que los niños debían ver la realidad, que tenían que entender que el mundo se estaba cayendo a pedazos, que no todo era de rosa.
“En su inocencia, el mundo va a encontrar la paz”, ella me decía, rebatiendo mis argumentos, como si mi opinión de madre no importara en lo absoluto. “Si les enseñamos todo lo que está mal, ellos no sabrán hacer el bien. Hija, son solo niños. Ellos no tienen que saber qué es un virus, hospitales, muertes. Ellos tienen que saber qué juego inventar mañana, cómo sacarte canas verdes. Su realidad es ser niños”
Ahora lo entiendo.
Ella siempre tuvo más experiencia que yo. Estaba siempre dos pasos más adelante que yo.
Porque ahora mismo, no quiero que mis hijos sientan lo que yo.
Los veo sentados a la mesa, jugando entre ellos, totalmente despreocupados de lo que está pasando afuera. Sin saber por lo que está pasando mi mente y la presión que siento en mi pecho.
Ella me dijo que después de todo esto, iríamos de vacaciones al sur, todo nevado, sería un paisaje nuevo para los niños. Les iba a tejer unos gorros para el frio. Estaba guardando su pensión de hace cuatro meses para ese viaje.
¿Qué les digo ahora? ¿Cómo les digo que la abuela está muerta sin destruirles su inocencia? ¿Cómo voy a seguir a adelante, si solo soy una vendedora de pasajes suspendida, sin títulos universitarios, con dos niños pequeños, encerrados en casa obligatoriamente?
Mamá, no puedo hacerlo sin ti.