NUESTRO “AMIGO” CON CORONA

Autora: Rayén Vargas Carrasco

Desde que se había establecido la cuarentena, todos los días, un extraño muchacho se quedaba observando por una de las ventanas del comedor, sin moverse ni expresar emociones, solamente se posaba al otro lado de la ventana para vernos, como si nos estuviera analizando a cada uno de nosotros. El momento en el que se veía un poco activo, era cuando llegaba mi padre, se le podía ver lo inquieto que estaba, como si quisiera ingresar, más no lo hacía.

Estuvo unos cuantos meses con la misma rutina, observar y observar, tan tedioso. Ya era costumbre verlo ahí estático, así que, sin más lo ignoramos.

Una tarde cualquiera, mi padre llegó más cansado de lo habitual, se sentía mareado y tenía altas temperaturas, por lo que mi madre optó por atenderlo de inmediato y asegurarle un tranquilo descanso, pero no nos habíamos percatado de que no había entrado sólo, el chico que normalmente solía estar en la ventana se encontraba a las afueras del cuarto de mis padres, tenía un semblante alegre y risueño, podría incluso considerarse tétrico. Quién diría que pasaríamos a ser parte de la población desafortunada.

No presentaba fuertes malestares, pero se notaba claramente de que el virus rondaba por el hogar, estar la mayor parte del tiempo en cama por el cansancio, no poder percibir olores ni sabores, tos constante, todo provocado por el insistente muchacho que agobiaba al padre de la familia. Pero a pesar de ir todo al pie de la letra, el chico no encontraba la satisfacción en el hombre, ¿Tenía defensas altas? Probablemente, no le divertía estar con él, o al menos no pasar todo su tiempo a su lado como se acostumbró desde que logro ingresar, quería una presa más fácil.

La mujer, su querida esposa, ella resultó ser más atractiva al ojo del virus, al parecer era una de las más débiles y una de las más expuestas a él, solía tener las defensas bajas, mejorando la estadía del muchacho en el hogar. Sin más, se alejó del padre para encontrarse considerablemente más cerca de la madre, comenzando así, una pesadilla viviente para ella.

Las noches eran largas, le era difícil dormir, cada vez que lo intentaba sentía como si alguien estuviera sobre ella y le presionara con todas sus fuerzas su pecho, dificultando le la respiración. Por el día, su cuerpo dolía con el más mínimo roce, como si alguien se hubiera encargado de destrozar cada parte de su cuerpo en un apretón que simula abrazar, su mundo daba vueltas cada vez que hacía movimientos bruscos, su cabeza retumbaba con cada sonido fuerte, la clásica pérdida del gusto y el olfato, esos y muchos más síntomas eran los que satisfacían la diversión del muchacho, continuando así por un largo tiempo.

Extrañamente el chico no solía interactuar con los menores de la familia, es decir, mi hermano menor y yo, como máximo unos dolores de cabeza, pero algo no tan grave. Su atención seguía puesta en la ama de casa, molestándola y agotándola lo que más podía, siempre manteniendo la amplía y juguetona sonrisa. Y fue así como moldearon una rutina, él le hacía la vida imposible y ella respondía tomando diferentes medicamentos para aliviar el dolor.

Pasó de ser un invasor a ser un potencial compañero, un amigo que disfruta de las bromas pesadas. Ya es costumbre el sentirse enfermo, es algo con lo que se deberá de vivir, o al menos hasta que exista una cura y se dé por terminada la pandemia.